sábado, 7 de abril de 2012

Entre papeles.

Hoy, ordenando el desorden de mi escritorio, he encontrado unos pensamientos que un día fueron una notita compartida en medio de un seminario.

Recuerdos de un 24 de octubre:

Déjame que te ame un mes más y será un año.
Déjame que te ame un año más y serán dos.
Déjame que te ame toda la vida y te amaré. siempre

Marta Roca G. ®

lunes, 27 de junio de 2011

Dedicado al estudiante.

¿Sabes lo que es que tu mente ya no asimile más conocimiento? Que esté saturada, que leas una frase y otra, y otra, y otra y que de repente te digas: "oye, ¿pero qué estás leyendo? y no te acuerdas ni de la temática, ni de la última palabra leída... de nada. 

Saturación.

¿Sabes cuál es la sensación de creer que no sabes nada, que luego con tus compañeros, en un momento de tranquilidad, de relajación mental en la piscina ves algo o a alguien y empiezas a sacar todos esos conocimientos de libros como ladrillos de tu mente y no sabes cómo lo haces? 

Irte a la cama, por cansancio, desconexión, por querer madrugar al día siguiente... Te pones la alarma: una, tres, cinco si hacen falta y acabas sobresaltada a mitad de la noche enumerando todas las posibles etiologías, patogenias, clínicas que ahora te abruman y que lo harán más aún en las dos horas de examen porque no sabes si querrán exhibirse en ese justo, preciso, adecuado y deseado momento.

"Voy a suspender", "lo llevo fatal", "me faltan horas", "cállate que estoy estudiando", "me falta X tema, ¿lo tienes tú?", "el descanso de la merienda", "no sabía que tuviese tanta imaginación a la hora de escribir en un examen", "no te enrolles que estoy estudiando"... Todas estas frases, situaciones y muchas más son las que nos han acompañado a lo largo de estos meses, de estos dos años y por lo visto, al final no nos ha salido tan mal. 

Esperemos tener otro final feliz en unas horas. Y después de este inciso, a seguir.

Marta Roca G. ®

domingo, 12 de junio de 2011

Reflejo.

" Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga compañía -y lo que te queda todavía- no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero en un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa quie siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas , irás esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto de baba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba los libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no par hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente.

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues tú eres quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña- Nadie dijo que fiera fácil.

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de la demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean.


Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quite el sueño a los apoltronados y a los imbéciles".

Nadie dijo que fiera fácil. Arturo Pérez-Reverte. El Semanal. 21 enero 2007

lunes, 6 de junio de 2011

Esa sois vos.

La belleza en tus ojos reside.
La fuerza en tu cuerpo habita.
La inocencia es tu experiencia.
La alegría, tu alma que sonríe.

Eres tú dichosa y pasajera
que acompaña para algún día dejar.
Valor, ningún temor.
Claridad, ganas de luchar,
derrotas, futuro, libertad...

Esa sois vos, amada juventud.

Marta Roca G. ®

sábado, 4 de junio de 2011

Erica

Una mano sobre mi cintura. Otra pasando bajo mi cuello. Al otro lado de la habitación, ella. Indefensa pero protegida. Pequeña, muy pequeña. Frágil. Un milagro. Sabemos cómo pero aun así seguimos maravillados de la naturaleza, de que ella sea parte tuya y parte mía. Es perfecta, es hermosa, es relinda, es otro gusilú para alumbrar nuestras vidas.
Duerme plácidamente, sin ninguna preocupación. Carita redondita; mofletes gorditos; labios sonrosados, henchidos y moviéndose rítmicamente como si estuviesen mamando. Escaso pero suficiente cabello para el tiempo que tiene, castaño claro, parecido al color de la miel cuando reposa fría en la nevera.
Frente a sus labios está su manita, con el puño aun cerrado, tal y como se quedó cuando después de dejarla dormida –aferrándote el índice­- volviste a la cama. Hace carantoñas con su carita, estornuda y mueve sus pequeños brazos.
Me miras. Te miro. Nos besamos, te levantas y vas hacia ella. Vuelves a acercarle el índice a su manita y se aferra a ti. Sabe ya que eres tú y en tus brazos se acomoda más y más. Bajo ellos nunca le pasará nada malo. Te paseas lentamente por la habitación. Mirándola. Mirándome.
Vuelves a la cama, te tumbas junto a mí y ella, sobre ti.

Marta Roca G. ®

sábado, 21 de mayo de 2011

Un sorbete de limón, por favor.

- ¿Te acuerdas de la primera vez que probaste el sorbete de limón?
- Sí, claro que me acuerdo. Había probado sorbetes de otros sabores pero nunca supe que pudiese sentir algo tan intenso con el de limón.
- Recuerdas la sensación tan refrescante y las ganas que tenías de repetir después de haberte deleitado con el primero?
- Sí. Nunca me hizo sentir tan vivo: la forma de mojarme los labios, las maneras de refresacrme y de sentir cómo descendía por mi garganta, la sensación de bienestar y el sabor que me proporcionaba, las caricias que le brindaban las burbujas del cava a mi lengua...
- Antes te gustaba tanto que los hacías en casa, en esos momentos de relax y los deleitabas en tu terraza con vistas al mar o cuando salías de casa decías: "quiero un sorbete de limón, por favor". ¿Ya no te gustan?"
- Claro que me gustan, pero es distinto. Conozco su sabor, su inconfundible sabor, pero no siempre te apetece tomar uno. Sé que en cualquier momento puedo acudiar a la cocina, coger limón, azúcar, hielo y cava y hacerme uno y sentiré todo aquello que sentí la primera vez que lo probé, sentiré su frescor y la acidez no podrá conmigo. Me embriagaré. Porque ya no lo pida no significa que no me guste. Simplemente sé que está ahí y que su inconfundible sabor nunca me
fallará. Pero en la vida no todo es limón, azúcar, hielo y cava, eso nunca faltará en mi cocina, o al menos eso espero: espero que mi limonero siga dando fruto, mi congelador no me falle y que en la despensa nunca falte el azúcar de la vida y el cava de la felicidad.
- Quiero un sorbete de limón, por favor.
- Mejor que sean dos.


Marta Roca G. ®

 

sábado, 26 de marzo de 2011

Sentimientos.


Y sueño con volver a casa y respirar. Y sentir.

Y dar vueltas por casa sin querer hacer nada.

Remolonear antes de irme a estudiar,

ayudar a la peque y hacer cosas juntitas.

Saludar a papá cuando llegue de trabajar

y darle un besito de buenas noches a mamá

antes de irme a acostar.



Y llorar por lo que ahora tanto disfruto

y que llegaré a echar tanto en falta.


Y quiero poder besar tu cuello de terciopelo,

deleitarme con tu compañía y dormirme en tu regazo.


Y ellas: mi familia, mi consuelo, mi apoyo, mi calor,

mi alegría y mis ratos de diversión.

El hombro sobre el que apoyarme.

Ellas, vosotras, mis tesoros.

Gracias por acogerme y luego estar ahí.

Gracias por después de tantos meses seguir estando ahí.

Gracias por darme todos los días las buenas noches,

por estar ahí en los malos y tristes momentos

y por compartir ilusiones y alegrías.

Gracias por esos atragantamientos y escapadas de la resi.

Gracias por esas magdalenas rellenas

y por los ratos de confidencias mutuas.

Gracias por esas sonrisas tan escasas y tan valiosas.


Gracias corazones, gracias... AMIGAS.

Marta Roca G. ®

martes, 15 de marzo de 2011

El maestro.

Como cada mañana, con el cacarear del gallo, Simón despertaba en su colchón relleno de paja. Pegaba un salto y se dirigía hacia la cocina donde le esperaba un vaso de leche recién ordeñada por su madre. Con los calcetines oscuros, a medio camino entre las rodillas y los tobillos, calzado con sus zapatos de cordones, enfundado en sus pataloncillos cortos, de esos que caracterizaban a los chiquillos de su época y que los diferenciaba de los jóvenes hombrecillos, abrazado por el algodón de su camisa blanca y repeinado como si fuese a misa de Domingo de Ramos, se dirigía a la escuela del pueblo para escuchar las enseñanzas de su maestro. Éste era un hombre de aspecto bonachón, muy humano y muy cercano con todo el que tenía afán por aprender. Pese a aquellos tiempos duros siempre había un pupitre, una cuartilla y un libro disponibles para todos sus alumnos.


En clase, Simón se pasaba las horas ensimismado con la pasión con la que el maestro explicaba, con la que les hacía ver el porqué de las cosas razonándolas y no aprendiéndoselas de memorieta porque sí y sin lógica, repitiendo la lección como si de un poema en prosa se tratase. El maestro era consciente de todo el conocimiento que se albergaba en su pequeña pero humilde biblioteca e instaba a sus polluelos a profundizar en sus enseñanzas y a no quedarse en las anécdotas, historias y conocimientos que les intentaba transmitir. Él había sido en su época moza un chaval muy viajero. Con lo poco que tenía, había sabido invertirlo mejor que muchos nobles de la provincia. Entre lo que había estudiado, leído y experimentado tenía un gran conocimiento de la vida, de las ciencias, de las estrellas y de las palabras; palabras y sabiduría con las que maravillaba a los pequeños. Simón siempre pensaba que cuando su maestro faltase, no sólo se iría su cuerpo y su alma, sino gran parte del conocimiento del mundo que le quedaba por descubrir a él y que probablemente nunca llegaría a adivinar.

Llegaron las temporadas de la siembra, del cultivo, de la cosecha; llegaron las lluvias, los fríos, las nevadas, las flores, el calor, las hojas; se escuchaban los nuevos trinos de las nuevas bandadas de pajarillos, la insistencia de los grillos, el croar de las ranas en los charcos tras haber sobrevivido a su vida como renacuajos. Pasaron un par de años. Los suficientes para que a Simón le quedasen pequeños los pantalones cortos y estrenase aquellos largos que tantas ansias e ilusión tenía por llevarlos. Portar esos centímetros más de tela que le transportaban al comienzo de una nueva etapa de su vida.

Una tarde, mientras Simón leía uno de los libros de la biblioteca del maestro escuchó un tañido de campanas que no le resultaba muy familiar. Parecía muy triste y lastimero, desgarrador, de un color muy gris. Ante el desconocimiento acudió en busca de su gran maestro para buscar una solución a esa incógnita. Cuando llegó a la escuela, la persona a quien buscaba se había esfumado como la brisa: Simón sentía la presencia del maestro en aquella pequeña habitación pero sin embargo sólo estaban allí él y los libros. Puesto que no le encontraba por ningún lado se puso a buscar en la biblioteca algún libro que pudiese sacarle de dudas. No lo encontró pero decidió llevarse uno que reposaba sobre la mesa del maestro, un libro que hablaba sobre la vida, un libro que siempre veía que el maestro llevaba a todas partes consigo.


Al llegar a su casa, se apoyó sobre la puerta de su casa mientras esperaba a que llegase su madre. Cuando ésta lo hizo, parecía como si le hubiesen caído veinte años más encima. Su semblante era triste pero a la vez alegre, vacío pero a la vez pleno, apagado pero al mismo tiempo radiante. Su madre se acercó a él, le abrazó, y le dio un beso en la frente. De inmediato y sin saber exactamente por qué, supo el significado de aquellas campanas y de la expresión de su madre. Entre ambos no hicieron falta las palabras, simplemente la mirada y los gestos hablaron por sí solos. Cuando volvió a leer la cara de su madre se acordó de aquellas palabras del maestro sobre la muerte: “no te entristezcas porque no vayas a volver a ver a quien quieres, alégrate por los buenos momentos que has vivido con esa persona, por lo que habéis disfrutado, por todo lo que te ha enseñado, porque mientras te quede un recuerdo de ella, permanecerá viva en ti”. A partir de ese momento, Simón comenzó a descifrar el maremágnum de expresiones que la cara de su madre reflejaba (porque como todo ser humano, de todas formas le echarían de menos); entonces, a partir de ese momento comenzó a entender la otra lectura que podían tener todas las historias que les había narrado el maestro en clase; entonces, de noche ya, siguió el dibujo de la Osa Mayor y de Orión que se reflejaban en el agua del riachuelo que bañaba los dedos de sus cansados pies, ese agua que le rozaría y acariciaría una vez y que no volvería a pasar, esas dos estrellas de las que siempre les había hablado en la escuela junto con la leyenda del arquero que seguía su sueño: alcanzar la luna con su flecha y para llegar hasta su meta.

Marta Roca G. ®

lunes, 14 de febrero de 2011

"de tu Valentín"

En el siglo III, época en la que el cristianismo era una religión perseguida, un decreto prohibía el matrimonio en los soldados del Imperio Romano: un soldado soltero rendía más en el campo de batalla por el simple hecho de que no estar ligado a ningún vínculo familiar. Por aquella época, en Roma, había un sacerdote cristiano llamado Valentín que consideró este decreto injusto y desafió al emperador. En la oscuridad de las noches y a escondidas de los ojos romanos, casaba a las parejas bajo el rito cristiano.

Por auspiciar a los enamorados y celebrar bodas secretas, Valentín adquirió gran prestigio por toda la ciudad de Roma y fue llamado por el emperador Claudio II para conocerle. Valentín aprovechó esa visita para evangelizar y para convencer al emperador de su conversión al cristianismo. Aunque en un principo Claudio se sintio atraído por aquella religión que el propio Imperio perseguía y condenaba, finalemente y tras muchas insitencias ordenó al gobernador de Roma que procesase al sacerdote. La condena la llevó a cabo un lugarteniente, Asterius, el cual se burló del cristianismo y quiso poner a prueba a Valentín: tendría que devolver la vista a Julia, una de sus hijas que era ciega de nacimiento. Él aceptó y obró un milagro. Toda la familia se convirtió al cristianismo tras la maravilla pero no pudieron salvar al sacerdote de su condena.

Mientras estuvo encarcelado, Asterius le pidió que le diera clases a su hija. Julia Tras muchas horas encerrado y en compañía de ella, Valentín fue enamorándose de la muchacha pero nunca llegó a decírselo. La víspera de su ejecución -13 de febrero- le mandó todas las cartas de amor que le fue escribiendo y que no se atrevió a dárselas despidiéndose siempre con las palabras "de tu Valentín".

Marta Roca G. ®

jueves, 20 de enero de 2011